Una persona que inspira. :-)
Una abraçada bonics
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Hay quien piensa que otro modelo es posible. Personas como
un carpintero y restaurador de hórreos que, un buen día, hace ya un año
y medio, comprendió que acumular y consumir sólo le hacía infeliz y se
subió en una bici a recorrer el mundo. «Tenía una empresa de
carpintería, con un taller enorme y una furgoneta, maquinaria y millones
de cosas, y, aunque fue un buen aprendizaje, sólo me hacía sufrir. Así
que se lo regalé todo a mi socio, que acababa de tener una hija y lo
necesitaba para comer, y no mire atrás. No quise un duro y esa fue la
mayor felicidad y la mayor liberación de toda mi vida», respira.
Antes de llegar a ese punto de inflexión, Emilio
Rodríguez-Vigil Díaz, según consta en su DNI, 30 años, el mayor de tres
hermanos, digno hijo de padres hippies, había trazado una minuciosa hoja
de ruta que incluía un trayecto desde su casa de madera en los montes
de Faro (a las afueras de Oviedo) a los confines de Asia en bicicleta,
pero una lesión de rodilla quiso que se detuviese en la frontera entre
Francia y Suiza. En Longo Mai, asentamiento de una red cooperativas
agrícolas laica y anticapitalista «increíble», donde se quedó dos meses
trabajando en las huertas y en lo suyo: la madera.
La siguiente parada fue para regresar con la tendinitis a
cuestas y dejar la bici. «Volví a Asturias en estado de shock y no tuve
que pensar mucho, porque mi hermano estaba en Brasil estudiando
Geografía, así que estaba fácil. Compré el billete más barato que había a
Latinoamérica, que era con destino a Lima, y, enseguida, me encontré
con él en Bolivia, donde vendíamos artesanía y frixuelos en las calles
de La Paz».
Juntos vivieron experiencias como «caminar nueve días por
los Andes sin ver absolutamente a nadie, por sendas casi verticales,
cargando con agua, arroz y papas para todo ese tiempo» o como llegar a
las ruinas incas de Choquekirao, con un mar de montañas nevadas y la
luna llena. «No se lo he contado a nadie, pero hasta se me escapó la
lagrimina al llegar a la cima», se ríe.
Pero la realidad se impuso de nuevo y su hermano Simón tuvo
que retornar a España para continuar con sus estudios de Geografía y lo
dejó en Cuzco, «comiendo tartas de chocolate para superar la
depresión».
«La verdad es que lo pase muy mal y que nunca me había
sentido tan solo, pero a los cuatro o cinco días espabilé y, como había
conocido a gente genial, me junté con Héctor, un amigo argentino
musulmán y sufí, y nos recorrimos Perú a dedo» para recalar después en
Montañita, un oasis alternativo en la costa de Ecuador, donde funciona
el trueque y las calles son de arena, después de «estar meses de cascada
en cascada y de playa en playa. Una locura. Este es el mejor país del
mundo». Y si en Europa vivía con presupuesto de un euro diario, aquí,
aunque parezca mentira, la vida se le ha encarecido a dos, «porque en
Latinoamérica es más difícil reciclar comida y dormir en la calle».
«Vamos, que últimamente, me he aburguesado», cuenta con otra risa desde
una cabaña de hojas de palma a la orilla del mar.
«Aquí hay más luz y la gente es más natural, así que ahora,
cuando miro hacia Europa, sólo veo oscuridad», confiesa quien ya se
define como «asturiano americano clandestino e ilegal» (porque lleva
meses sin tener los papeles en regla), cuyo próximo destino será
Colombia (que recorrerá de la mano de otra amiga argentina, a la que
conoció haciendo autoestop) y que lo que más echa de menos es sentarse
en la casa gijonesa de su abuela Tina» a comer sus maravillosas
croquetas y a hablar largo y tendido de la vida».
«Esa vida que te da cosas de forma natural. Sólo hay que
saber buscar sin miedo ni vergüenza, que en Occidente abundan. Aquí vivo
con gente que nació en crisis y morirá en crisis, pero que no necesitan
tener un BMW ni llevar a sus hijos a un colegio privado».
Ser y no
poseer.
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